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Creer o no creer, esa es la cuestión

Daniel Defoe hizo de Robinson Crusoe algo más que un personaje literario. Su figura se ha convertido en todo un ejemplo de la condición humana, pues la popularidad del mito de Robinson no se basa en la divulgación de ciertos hechos históricos, sino en la creación de una poderosa metáfora, que sigue estimulando el pensamiento humano.

 

Robinson Crusoe es una alegoría, histórica por supuesto, pero su sentido va más allá de las circunstancias que podía haber vivido un personaje real de carne y hueso en un momento determinado. Crusoe es como un nuevo Adán, extraño en el paraíso. Y su viaje expresa la realidad de una vida solitaria, en que peregrino, un día se encuentra a Dios al abrir la Biblia. Las «poderosas palabras» de los Salmos le hacen entonces contemplar su vida a una nueva luz, la de la Providencia de Dios. Defoe justifica así en el prefacio al libro su «religiosa aplicación de los acontecimientos».

 

Todas las desventuras de Robinson vienen de su aparente obstinación, movido por un extraño impulso que le empuja a la autodestrucción. No entiende por qué corre hacía ella, con los ojos abiertos, contradiciendo sus más claras perspectivas de bienestar, precipitándose en el más profundo abismo de la miseria. Pero Robinson vuelve en sí un día, al naufragar durante una terrible tormenta y llegar «a la orilla de esta triste y desdichada isla», que llama Isla de la Desesperación. «Hasta entonces había actuado sin el menor fundamento religioso, de hecho tenía muy pocas nociones de religión en la cabeza, y había atribuido todo lo que me había ocurrido tan sólo al azar o, como decimos a la ligera, a la voluntad de Dios, sin preocuparme de indagar sobre la acción de la providencia en estas cosas o su orden en controlar los acontecimientos del mundo».

 

Aunque Robinson se siente agradecido –es el único que sobrevive de toda la tripulación– tiene que confesar que su «religioso agradecimiento a la providencia de Dios empezó a esfumarse ante el descubrimiento de que aquello no era más que la consecuencia de algo muy común». En todo aquel tiempo de aventuras en el mar, no recuerda: «bien a mirar hacia arriba, hacia Dios, o hacia dentro, hacia una reflexión sobre mi propia conducta».

 

Y descubre que «una cierta estupidez del alma, sin deseo del bien o conciencia del mal, me había dominado por completo, y ahora yo era el alma más endurecida, caprichosa y perversa que puede concebirse, sin

temor a Dios en el peligro y sin agradecimiento

en la salvación». […] «Pese a la gran variedad

de desdichas que hasta entonces

habían caído sobre mí, nunca pensé

ni una sola vez que era la mano de

Dios la que me las enviaba, o que

era el justo castigo por mi

comportamiento rebelde, mis

actuales pecados, que eran

grandes, o el rumbo general

de mi depravada vida».

¿Qué es lo que le hace cambiar de

opinión? «La gracia de Dios», escribe Robinson.
 

 

 

 

Si no fuera por ella, hubiera terminado «donde empezó,

en un simple acceso de alegría o, me atrevería a decir de sentirme contento porque estaba vivo, sin la menor reflexión acerca de la bondad de la mano que me había salvado». Al tomar la Biblia y leer las palabras del Salmo que dice: ′Invócame en el día de tu aflicción, y yo te liberaré, y tú me glorificarás». La Palabra se convierte en «medio de gracia», por lo que: «Antes de acostarme hice lo que nunca antes había hecho en toda mi vida, me arrodillé, y le pedí a Dios que cumpliera conmigo su promesa». «Por la mañana», dice Robinson, «tomé la Biblia, y empezando con el Nuevo Testamento, emprendí su lectura seriamente, y me impuse dedicarme cada mañana y cada noche a leerla un rato». […] «No paso mucho tiempo desde que me dedicara seriamente a esta tarea sin que mi corazón se viera profunda y sinceramente afectado por la perversidad de mi vida».

 

Se vio así «suplicando con insistencia a Dios que me proporcionara arrepentimiento, cuando de forma providencial, aquel mismo día, ocurrió que leyendo las Escrituras tropecé con estas palabras: Es exaltado como príncipe y salvador, para conceder el arrepentimiento y dar el perdón». «Aquella fue la primera vez que, en el sentido completo de la palabra, oré en toda mi vida, porque lo hice con pleno conocimiento de mi situación, y con la auténtica esperanza propia de las Escrituras, fundada en el aliento de la palabra de Dios y desde entonces, puedo decir también, empecé a tener esperanza de que Dios me escucharía».

 

Robinson continuó en la isla, pero «mi situación empezó a ser […] mucho mejor para mi mente». Y lo detalla: «Mis pensamientos iban dirigidos, a través de la constante lectura de las Escrituras y las plegarias a Dios. […] Hallaba aquí un gran consuelo que hasta entonces desconocía».

 

Llega incluso a la acción de gracias: «Di humildes y sinceras gracias a Dios de que me hubiera permitido descubrir que era posible que fuera más feliz en esta solitaria condición de lo que hubiera sido en la libertad de una sociedad y en medio de todos los placeres del mundo».«Aunque no puedo decir que doy gracias a Dios

por estar aquí, sinceramente daba gracias a Dios

por abrirme los ojos, aunque lo hubiera hecho

de una forma muy dolorosa y permitirme

ver cuál era realmente mi vida».

 

Eso es lo que el cristianismo llama

arrepentimiento. Con esto terminamos

el recorrido que Robinson nos enseña

que sólo es posible con la ayuda de Dios:

La misericordia de Dios, nos lleva a la Isla

Desesperación, para abrir nuestros

ojos y ver la vida de forma diferente.

Y esto se hace posible «mediante

un constante estudio y una seria

aplicación de la palabra de Dios».

Es así como «con la ayuda de Su gracia»,

Robinson logra «una comprensión diferente».

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